domingo, 21 de octubre de 2012

Nunca estábamos solos



XXXI: No es bueno que el hombre esté solo… Te daré otros cuarenta, todos como tú, para que no lo notes.


De repente comenzaba a sonar la orquesta de todos los días, que vomitaba aquella música de poco futuro pues no en vano el todos los LP`s se titulaban grandes éxitos de ayer y hoy.. y ya; y tocaban con mucho afán, como si no hubiese mañana, porque mañana sería igual que hoy e igual que ayer. Aquella música “eterna” o “de siempre”, sin edad, invadía primero todas las imposibles esquinas de aquel pasillo rectilíneo, de puerta y paño sin fin, se pegaba a las paredes y después se colaba entre el laberinto impar de camas en aquel recinto de 4 x 3, celdas de la ciudad vertical, para colonizar y adormecer nuestra mermada voluntad. De forma abrupta se encendían todos los fluorescentes del pasillo, como si no costase; se hacía la luz y se iniciaba un periplo de 16 horas más o menos despiertos -que no despejados- que en aquellos años tenían un denominador común: nunca estábamos solos. En aquellos lejanos años nunca estuvimos solos; no había forma de escaparse a la búsqueda de aquella proscrita soledad de nuestra adolescencia internada, compartida y comunitaria; una vida comunal aquellos entrañables lavabos adosados y cabinas de ducha pareadas por los que pasear nuestra únicas, preciadas y finitas propiedades: el tubo de Profidén y el jabón Heno de Pravia, el aroma de aquel hogar de cientos de vidas adosadas.

Continuará...                                                                                                     Basilio


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