La ciudad se transforma en parte viva de la pasión más inhumana que jamás se halla podido ejecutar contra cualquier ser vivo. Cristo, que derramó amor por sus cuatro costados, es presentado por las calles de Sevilla, al pueblo, maniatado, azotado y con rostro doliente, después de haber sufrido la peor humillación que hombre alguno pueda imaginar. No bastó con darle azotes, había que burlarse, tenía que padecer la afrenta de los verdugos, darle los atributos de un rey, coronarle de espinas y en la mano un caña a modo de cetro y para que no le falte nada su clámide pero esta hecha jirones. Jesús no es vengativo, nosotros la damos muerte y nos ofrece, humildemente, a cambio, salud para realizar el buen viaje de nuestra vida, desde su paso dorado, desde la altura moral de quien está por encima de la prepotencia y las burlas.
Pilatos no murió, todos nosotros llevamos uno en nuestros corazones, porque también, a veces, nos presentamos con cara de cordero y alma de lobo hambriento de odio, de rencor, de venganza. Pilatos nos presenta a Cristo, cada año ,allá por Luis Montoto, nos mira con cara de no haber roto nunca un plato y nos señala a Cristo con su brazo , para responsabilizarnos de su posible condena, para que nos ablandemos, para sacudirnos el corazón, para que se nos caiga la cara de vergüenza y no podamos mirarle a los ojos, para recordarnos que está en nuestras manos salvar al cristo que tenemos cercano, al hermano que sufre también nuestros azotes de ignorancia, de indiferencia, para después lavarse las manos y dictar sentencia, para acallar su conciencia, para dejar en manos de los demás lo que él pudo evitar; igual nos lavamos las manos cuando llaman a nuestra puerta y rechazamos el auxilio para decir que no es nuestro problema, que lo hagan los demás, que yo cumplo mis obligaciones cristianas yendo a misa los domingos y poniéndome una vez al año mi túnica, mi costal, asistiendo a los cultos de la Hermandad, etc.
Pilatos, mucho antes de atravesar el arco, le dio sentencia de muerte, sentencia injusta, como tantas veces nosotros sentenciamos al olvido, a la indiferencia, por orgullo más que por razón, al hermano necesitado, al hijo que nos pide ayuda y nuestras obligaciones nos alejan de ellos y para cuando podemos ya es tarde. Ahí lo tenéis, nos va diciendo, yo no encuentro motivos para condenarlo y en presencia de Sevilla me lavo las manos; ahora es todo vuestro. Claudia Prócula pide clemencia para el condenado pero la sentencia estaba firmada y no se podía indultar.
Jesús, callado, sin inmutarse ante lo que le esperaba, maniatado y custodiado por los soldados romanos, nos mira fijamente para que veamos en su rostro el dolor de nuestros pecados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario