martes, 3 de junio de 2008

VI. Salvador Belso Latour se fuga: un entrañable recuerdo - a propósito de una vida atormentada-.

En nuestro universo adolescente vimos pasar la vida con toda su crudeza, con todo su dolor y... muchas veces. La desgracia de un compañero, la pérdida de la beca, suspensos por doquier, aquel indescriptible temor a no pasar desapercibido o por el contrario a no destacar en nada, a no ser nadie. Un microcosmos de personalidades emergentes que empezaban a entrar por el embudo de la vida hasta que.... Señores, -tronó la voz de D. Félix en la filípica que a modo de entremés precedía todos los días al asalto ordenado de la perola de garbanzos- ­tengo que darles una mala noticia: un compañero de ustedes se ha fugado; ha tomado de madrugada el expreso Rías Altas y ha aparecido un día después en su casa. Es un mal ejemplo que ustedes no deben imitar, porque la lealtad, el compromiso y bla, bla bla. Bueno, Salvador no era un alumno cualquiera; periódicamente enfermo, con décimas de fiebre causadas por algo que no acertábamos a entender y que se llamaba "velocidad en la sangre", ¿cómo podía medirse la velocidad de la sangre? ¿En qué se medía, en km/hora?, asiduo visitante de la enfermería atendida por el Dr. Fombellida; habitualmente atormentado, preocupado por el rendimiento académico, aprensivo temeroso y ¡voto a bríos! al final sorprendentemente valiente. Se fue, creo que con un primo, en tren, en dirección a su Elche natal. Y algunos lloramos por la pérdida de un amigo, quizá del mejor amigo; el irrepetible amigo de los trece años. Y comprobamos que aquello tenía alguna fisura, que había un más allá pleno de riesgo; que más allá habíamos dejado otra vida que habitaba entre las vacaciones. Volvió, pero la vida nunca fue igual para él ni para nadie. Coincidí muchos años después con él en Salamanca durante los años de la carrera, pero volví a perder su pista. No se dónde le habrá llevado la vida.

Y eso que a nosotros, en nuestra ingenuidad, nos parecía que el condenado Selso tenía suerte ya que, dispensado de cursar Educación Física, se vio privado en no pocas ocasiones del pavor de las tablas de gimnasia en el patio o ¡maldita sea! del salto del potro o plinto en aquel gimnasio que ¡maldita sea otra vez! nunca deberían haber construido y que inauguraron un infausto día, para desgracia del nutrido grupo de objetores y directamente insumisos ante la Educación Física. Vamos a ver, gritaba Figueroa, nuestro profesor de gimnasia, todos en fila y a saltar. Sudores entre el pelotón de los torpes, codazos por ocupar el último lugar de la fila... pero al final una breve carrera, un trote cochinero y... un apresurado frenazo con la boca del estómago ante un aparato que nos parecía enorme, imposible de abordar ¡¡ ¡¡Calderón!!!! Pero, coño, otra vez sin saltar. .. Vuelva a la fila e inténtelo otra vez porque si no le voy a poner un cero como una casa. Es que... ¡no hay pero que valga! Tiene Vd. que saltarlo. Sueno, confieso que nunca lo salté; a mi sólo me gustaba correr, dar vueltas en aquella pista de ceniza que rodeaba aquél espléndido campo de hierba; el campo de los domingos; el sueño que ponía color a nuestra vida gris. Soportábamos aquellas reiteradas tablas de: y .. uno, y .. dos, tres y cuatro, aprendimos a diferenciar flexión a flexión, el "decúbito supino" del "decúbito prono", como transición al que, ciertamente, sería -perdido el acento- el mayor descubrimiento de nuestras vidas: el cubito de hielo.


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