- Vamos chicos, despertad; ahí tenéis el colegio – nos dijo el educador.
Los más espabilados y madrugadores nos abalanzamos contra los empañados cristales de las ventanillas para saciar nuestra curiosidad de niños aldeanos. Yo me quedé impresionado ante la imagen de aquella torre que me esperaba para tragarme durante no sé cuanto tiempo. Me sentí prisionero como los príncipes que ante una alta traición eran encerrados de por vida en la torre del homenaje, sin esperanza de salvación.
Con la impresión todavía en mi rostro de aquella iluminada imagen, el autocar se detuvo; no había nada alrededor, todo era campo oscuro iluminado por el colegio, que como faro marinero iluminaba la senda que se debía seguir; la carretera era estrecha y estaba bordeada por una gran hilera de hierba mojada, toda alineada por el efecto del tráfico rodado. Una voz de hombre resonó en el ambiente:
- ¡Rápido, todos abajo y que nadie se deje nada en el coche! – nos dijo.
Como corderos que van al matadero obedecimos y en cadena nos fuimos apeando del autocar y nos dirigimos a recoger las pequeñas maletas que con mucha paciencia el conductor iba depositando en el arcén mojado, encima de la hierba de la orilla. Fue entonces cuando me desperté de verdad; hacía un frío que pelaba y fue un contraste muy grande en comparación con el ambiente cálido y humano que habíamos tenido durante el viaje.
Miré a todas partes y aproximándose a nosotros por detrás, se acercaban dos focos luminosos que parecían que iban a chocar contra el autocar parado; lentamente se detuvo y también empezaron a bajar chavales como nosotros; Era el segundo autocar que venía de Sevilla, mis paisanos; había olvidado que partieron dos coches del Parque de María Luisa trece horas antes.
"Bendito el reloj que nos puso puntual ahí..."
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