miércoles, 23 de abril de 2008

Reminiscencias del pasado. Capítulo IV

Mis amigos del pueblo antes del ULZ

Eran aquellos años difíciles en que estudiar sólo lo hacían los poderosos, los hijos de las familias pudientes y la mía no estaba en esa lista. ¿Quién me apuntó con el dedo de la fortuna? Yo era un simple niño pueblerino; no era nadie, o mejor dicho, era el hijo de un trabajador que se rompía el espinazo para poder llegar a fin de mes y que insistentemente me instaba a estudiar para “ser alguien” para no seguir los pasos de él. “Ser alguien”, acaso ¿yo no era ya alguien? Era un niño de pueblo; de un pueblo andaluz, marcado por el pasado, por la resignación. Era un ingenuo que sólo quería seguir siendo de pueblo; sí sólo de pueblo, tal vez por miedo a lo desconocido; por miedo a dejar de ser un inocente niño y pasar a ser un joven con responsabilidades de adulto; dar ese paso costaba y no quería semejarme a esos niños que en sus tribus africanas tenían que realizar las famosas pruebas para demostrar que ya eran adultos y soportar la responsabilidad de ser aceptado como un guerrero adulto con capacidad para dar su vida si fuere necesario. De tantos niños como había en el pueblo, ¿porqué a mí? En mi interior sabía que desde ese momento ya no sería el mismo, sería como esa amiga de la infancia, esa compañera de juegos fantasiosos: jugar a las casitas, jugar a ser artistas, cantantes, hacer los deberes de la escuela… y de un día para otro, dejó de estar conmigo, dejó de ser niña, pasó al mundo de los mayores… se hizo mujer, también, sin haberle preguntado a ella, si quería dar ese paso de niña a mujer. Cosas de la vida nos decían los mayores, y yo me cuestionaba si la vida tenía que ser tan infame como para usurpar a dos niños su divina simplicidad.

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