Eran aquellos años difíciles en que estudiar sólo lo hacían los poderosos, los hijos de las familias pudientes y la mía no estaba en esa lista. ¿Quién me apuntó con el dedo de la fortuna? Yo era un simple niño pueblerino; no era nadie, o mejor dicho, era el hijo de un trabajador que se rompía el espinazo para poder llegar a fin de mes y que insistentemente me instaba a estudiar para “ser alguien” para no seguir los pasos de él. “Ser alguien”, acaso ¿yo no era ya alguien? Era un niño de pueblo; de un pueblo andaluz, marcado por el pasado, por la resignación. Era un ingenuo que sólo quería seguir siendo de pueblo; sí sólo de pueblo, tal vez por miedo a lo desconocido; por miedo a dejar de ser un inocente niño y pasar a ser un joven con responsabilidades de adulto; dar ese paso costaba y no quería semejarme a esos niños que en sus tribus africanas tenían que realizar las famosas pruebas para demostrar que ya eran adultos y soportar la responsabilidad de ser aceptado como un guerrero adulto con capacidad para dar su vida si fuere necesario. De tantos niños como había en el pueblo, ¿porqué a mí? En mi interior sabía que desde ese momento ya no sería el mismo, sería como esa amiga de la infancia, esa compañera de juegos fantasiosos: jugar a las casitas, jugar a ser artistas, cantantes, hacer los deberes de la escuela… y de un día para otro, dejó de estar conmigo, dejó de ser niña, pasó al mundo de los mayores… se hizo mujer, también, sin haberle preguntado a ella, si quería dar ese paso de niña a mujer. Cosas de la vida nos decían los mayores, y yo me cuestionaba si la vida tenía que ser tan infame como para usurpar a dos niños su divina simplicidad.
miércoles, 23 de abril de 2008
Reminiscencias del pasado. Capítulo IV
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