lunes, 21 de abril de 2008

Reminiscencias del pasado. Capítulo III

Cuando mi padre me dio la noticia de que me habían concedido una beca para estudiar, me entusiasmé, más por él que por mí; yo no era consciente de la envergadura de la noticia y de lo que desde aquel momento iba a iniciar. Todos estábamos contentos; era la alegría o el privilegio de ser el único del pueblo que podía presumir de tal privilegio. Pronto, todo el pueblo estaba al corriente de mi proeza. Allá donde iba, era felicitado y los más incrédulos me sonsacaban como queriendo atraparme en la mentira de algo que me había fantaseado. Algún tiempo después supe que esto era el deporte nacional, es decir, la envidia que principiaba a corroer las mentes de mis paisanos y que sin importarles los efectos que podrían generar en mi vida se hubieran cambiado por mí, por tal de ser ellos los favorecidos, los primeros.

Sí, ¡me habían concedido una beca para irme a Zamora! Tuve que ir a consultar en un atlas de España para ver dónde diablos estaba la susodicha Zamora. ¿Qué había hecho yo para merecer semejante correctivo? ¿Quién me había distinguido con parecida honra? Dentro de mí empezó a geminar una semilla, diminuta como un grano de mostaza, como un embrión que empezaba a dividirse para ir haciéndose cada día más grande y fuera una parte del todo que se completaría con otras semillas que ya habían sido esparcidas a lo largo del territorio nacional. Ya comenzaba a formar parte del gran árbol de mi vida, esa rama llamada ULZ 66-72.

Por aquellos tiempos la vida de un niño de 11 años, en el pueblo, en cualquier pueblo de la España de los años sesenta, transcurría sin sobresaltos; sin ser adivino, se podría decir a ciencia cierta, lo que sucedería a la semana siguiente de la que se estaba viviendo. Todos los días, prácticamente, se repetían como gotas de agua; se vivía instalado en la rutina y sólo se rompía con noticias como la de obtener una beca para estudiar fuera, en cualquier ciudad, no importaba dónde, con tal de salir del “maldito” pueblo sin vida y muerto por el ostracismo, - se les oía decir a los mayores - , donde las personas fueran más libres, más que nada, por tener otras posibilidades, para elegir aquello que más deseaban. Se emigraba a Barcelona, a Alemania, a Francia, para trabajar pero no para estudiar. Una noticia así corría de boca en boca y trastocaba cualquier tertulia de taberna, corrillo de beatas o comentarios en el tajo.

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