martes, 2 de noviembre de 2010

¡Qué solos se quedan algunos muertos!

                                         Es primero de noviembre y el cementerio está paradójicamente vivo. Mujeres  vestidas de negro o con ropas oscuras van limpiando desde primeras horas del día las losas de las tumbas de sus familiares muertos. Al lado van quedando tiradas las flores secas con que fueron adornando las tumbas a lo largo del año. En un recipiente con agua yacen las nuevas con las que mostrarán el cariño que aún tienen por los seres que se han ido. Frotan con fuerza y sacan brillo al mármol blanco. Casi todas las tumbas tienen unas grandes cruces y bien labradas. Algunas incluso están presididas por la imagen de Cristo, con dos angelotes a los lados, y con el nombre del difunto o difunta, además del año en que nació y  en que murió, grabado sobre la lápida. Pero en un rincón, allí donde son enterrados los suicidas, no hay cruces ni lápidas ni nada que indique que efectivamente allí se encuentran los restos de esas personas que se sintieron hartos de vivir y se fueron por la vereda de la bruma y el silencio.

                                        En ese rincón reposan los restos de dos hombres que tomaron la decisión de irse de esta vida con un intervalo de unas pocas horas. Incluso compartieron lugar de reposo anterior, pues estuvieron juntos en la sala donde el forense les hizo la autopsia. No sé si se conocían, es de suponer que sí, ya que vivían los dos en el mismo pueblo; aunque uno de ellos no era natural de aquel lugar, llevaba muchos años residiendo allí. El otro tiene una hija y desde el día en que murió, año tras año coloca algunas flores sobre el terreno donde reposa. Pero este año ha marcado las dos tumbas y las ha delimitado con unas piedras, y en la de su padre ha colocado hasta una cruz, sin nombre, que supongo habrá encontrado tirada por allí, y en la otra ha depositado con cierta ternura algunas flores; lo sé porque antes las ha besado.
                                        Alguna de las mujeres que la acompañan la miran con cierta simpatía, no entienden por qué tiene que estar separada de las demás, arrinconada al fondo del camposanto. Pero ella no se siente desplazada; al contrario, halla su tarea digna como la que más. También habla con su padre como hacen las demás mujeres con sus familiares, y le dice lo que han crecido sus nietos, lo difíciles que están las cosas, que no hay trabajo, … y que se va porque tiene que hacer la comida, que llegará pronto Antonio y ya sabes cómo es, que le gusta comer a su hora.  Se despide: "Adiós, papá. Volveré pronto, y te traeré las rosas nuevas que dará el rosal de casa".
 Las demás mujeres se extrañan de que salga sonriendo del cementerio, pero es que ellas no saben que antes de darse la vuelta ha oído (está segura de ello) cómo el vecino de su padre le ha dicho:”gracias”.

Santander   1 de noviembre de 2010  
 José Retortillo

1 comentario:

Anónimo dijo...

te noto macabro vamos no me lo esperaba