
Volvimos una tarde de viernes y no había nadie…
Vinimos de la nada, de algún lugar para todos indefinido en nuestra vieja geografía escolar y vivimos algunos años como seres con atributos apenas entrevistos tras los pliegues del uniforme laboral; ecos de la vieja sociedad de posguerra que nos atrapó en sus estertores, que nos hizo vivir uniformados, igualada la diversidad formal, como estigma de nuestra igualdad social, sojuzgada la diferencia a golpe de silbato y rutinas para adormecer conciencias. Pero, en este uniforme y alienante devenir, siempre encontramos y supimos explotar, a veces con extrema crueldad, las diferencias, la innata diversidad propia de adolescencias encendidas, necesitadas de elementos de referencia para vomitar la ira, para escapar de las rutinas.
Los bajitos por no poder escalar a la media, los altos por torpes, los gordos porque vaciaban la canasta de bollos, los empollones, por sabérselo todo, los blandos por aduladores, los beatos por no perder la estela de las sotanas, los atletas porque sabían saltar el potro, los delegados de clase por chivatos, los enfermizos por vivir en la enfermería, los mimados porque nos daban envidia, los adelantados a su edad por mayores, los que tenían bigote por abusones, los miopes por gafotas, los líderes porque acrecentaban un indefinible sentimiento de pertenencia a una suerte de grupo de privilegio, los castigados por admirados, los que cambiaban la voz porque cuándo me tocaría a mí, los fumadores por tener un elemento con el que manifestar inconformismo, los que fumaban “rubio” por inundar pasillos, pulmones y corazón del olor dulzón de lo exclusivo, los que presumían de novia porque ponían al resto del grupo al borde de la vocación sacerdotal, caminito del seminario, los rebeldes porque tenían causa, corazones testarudos, y los demás… ¿dónde estábamos los demás?...
Los demás formábamos el grueso del pelotón de los torpes, aquel grupo que, no siendo ni altos ni bajos, ni gordos ni flacos, ni A ni B ni AB, ni amarillo liso ni amarillo rugoso, vivíamos entre el anonimato del aprobado de gimnasia, el suspenso de física y, triste consuelo…, el notable de religión, suprema aspiración que elevaba nuestro ánimo al infinito y, al menos, nos proporcionada un pasaporte al cielo con el que huir del infierno del resto de los suspensos que poblaban nuestro libro de escolaridad, amenazaba la continuidad de nuestra beca y nos arrojaba a las tinieblas de la calle, expulsados del confortable claustro de los aprobados; trasladados allí donde vivíamos todos los demás, alimentando una solidaridad hermanada que seguro nos trascendería, que sería para todos y para siempre, pero….
Volvimos una tarde de viernes y no había nadie en aquel artefacto de mil ventanas multiplicadas. Nadie guardaba ni una huella de nuestro paso, ni derramó una lágrima; nadie lloró por nuestra vida perdida, vomitada en aburridos domingos, de rutina que aún resuena en mi cabeza; no puedo desprenderme de ella. Está todavía anclada en aquellas odiosas mañanas, de oscura alegría programada; odiosas mañanas vividas con adolescente intensidad sin saber que al final no habría nadie, que estuvimos tan juntos siendo tan distantes, pero todos tan solos entre la inmensidad de vidas por descubrir, para descubrir…, paradojas de la vida que, una tarde de viernes, ya lejana, volvimos y no había nadie…, ni altos ni bajos, ni gordos ni flacos, ni A ni B ni AB, ni amarillo liso ni amarillo rugoso. Nadie…, porque los demás éramos todos…
Primavera 2009 (IV)
B. Calderón
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