
Indudablemente el levantarse a estudiar estaba rigurosamente prohibido, las aulas quedaban cerradas a cal y canto y sólo nos queda un lugar donde ocultarse porque la luz se conservaba encendida toda la noche. Ese lugar eran los servicios. Con poca luz tenías que instruirte como Napoleón invadió Rusia, las partes del estómago de un rumiante, la regla de Rufini, la caída libre de los cuerpos, Aristóteles… quitar horas al sueño se convirtió en la actividad más furtiva del internado. Dabas tiempo a que el vigilante de turno estuviera dormido en su primer sueño para levantarte.
Dentro de nuestro complot nocturno contábamos con la valiosa ayuda del conserje de noche del colegio; antes de subir a los dormitorios la noche que tenías que trasnochar le dejabas una nota y él puntualmente con su vieja linterna te sacaba de tu sueño; tan servicial era que no se marchaba de la habitación hasta que no estabas de pie y con el pijama puesto: me queda la duda de si era para alumbrarnos o para vernos el “paquete” mientras nos vestíamos.
Con pocas ganas cogíamos nuestra almohada y en la taza o bajo la ducha nos acomodábamos y bla, bla, bla… hasta que el sueño otra vez nos vencía. Hay que decir que si por un casual el “lobo” se despertaba te podías considerar sancionado por mucho tiempo. Hoy a los estudiantes se les pena por no estudiar y a nosotros nos castigaban por querer estudiar, lo que ha cambiado la vida. Gracias a esas horas robadas al sueño algunos logramos llegar a la Universidad para emprender la carrera que elegimos.
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