domingo, 15 de junio de 2008

VII. La Educación del complejo de culpabilidad: los recreos del silencio.

Una vez al año, gracias a Dios supongo, la comunidad religiosa interrumpía las clases durante dos o tres días para que todos hiciésemos ejercicios espirituales; que no todo iba a ser jugar al fútbol y sobre todo mirar de reojo, prietas las filas, el desfile paralelo y dominical de las jesuitinas, con su inolvidable faldita plisada ¡se acabó la vida disoluta!. Para asegurar el mejor aprovechamiento de tales jornadas, desde principio del curso nos habían educado el ánimo a base de madrugones y misas matutinas, previas al espléndido desayuno de pan, mantequilla (jo, qué mantequilla) y café con leche, servido en aquellas inolvidables cafeteras de aluminio melladas. Hombre,... ciertamente estábamos despertando a la vida, nos enloquecía la lectura de aquellas infumables novelas de Martín Vigil -la vida sale al encuentro-, pero... una cosa era despertar a la vida y otra muy diferente despertarse todos los días a las 7,30 para ir a la misa de 8. Aquello era mucho madrugar… para no llegar a ninguna parte... bueno si, a desayunar media hora después. Y a pesar de tanto madrugar -ironía del destino - ­casi llegamos tarde a la vida; a aquella vida que un día descubrimos que no tenía horario, porque nosotros mismos éramos su horario. Pero aquellas misas diarias, rutinarias, interminables, e idénticas no se disponía al azar; formaban parte de una estrategia de acoso que acabaría con nuestro ánimo derribado en los "ejercicios espirituales".

Un día cualquiera, en la mitad de cualquiera de los cursos, el despertar tenía algo de extraño. El timbre sonaba media hora más tarde de lo habitual, y el Lago de los Cisnes" había sido reemplazado por el "Réquiem" de Mozart; la alegría de la huerta, vamos. La rutina se despertaba con cierta parsimonia; al menos no tenemos clases -pensaríamos. Domeñada ya la conciencia con la estrategia de misa diaria, confesión a la mínima sospecha y Exposición del Santísimo semanal, nos disponíamos a pasar dos o tres días alienados por el humo de los cirios, las charlas tronantes sobre los infiernos y la piel de las chicas, el silencio, y la confirmación de que, ciertamente, éramos muy impuros, es decir que ¿estábamos en el buen camino? Al llegar a la planta de las aulas o del comedor comprobábamos que la desnudez -en qué estaríamos pensando- de las paredes se había revestido de innumerables posters, plenos de colorismo etnicista, que nos abrían la pupila a remotas aldeas africanas, a docenas de niños guatemaltecos ­más o menos-, a fotos de Juan Bosco rodeado de una piña de angelicales pequeños -que siempre eran niños, nunca niñas- y a Santo Domingo Sabio, probablemente levitando sobre un fondo de la ciudad de Roma o de la basílica de San Pedro.

Y empezaba otra tremebunda rutina; misa, desayuno, recreo breve, charla­-1, un largo recreo en silencio, estudio-reflexión, recreo breve y comida. Tras ella, otro melancólico recreo, que como los de la mañana era sin balón ¡que horror..., un recreo sin balón!, una nueva charla-2, estudio-reflexión, misa vespertina, recreo breve, cena, oración-meditación y a la cama. Era agotador..., acababa con la conciencia de cualquiera... no había escapatoria... al segundo día en este plan, la cola de los confesionarios era kilométrica y aquellas cabinas con celosía echaban humo... y otras cosas, para qué vamos a señalar. Por último, al tercer día y a la hora de comer, cuando aquél ritual terminaba... nos podían haber reclutado para cualquier cosa: para evangelizar a todo el Tercer Mundo... hasta para ir al Vietnam si preciso foret. Pero... queridos compañeros ¡no nos engañemos!; probablemente lo más importante de todo era aquella tarde del tercer día… nos devolvían ¡por fin! el balón

Valladolid 30 de Abril 2001

Bonita canción para reflexionar sobre nuestra sociedad actual...

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