En clase estaba a mi derecha un chico, andaluz también, de un pueblo de Córdoba; se llamaba Ansio Lesmes; Él se sentaba junto a la ventana que daba al pasillo de las clases; desde el primer día que entramos en aquella aula congeniamos a las mil maravillas. Me sentía seguro a su lado y, no sé si por su acento andaluz, también protegido. Pues bien, no sé porqué, un día me vi sentado al final de la clase, el último de la fila, junto a unas cortinas de color marrón, que ocultaban las perchas donde colgábamos nuestras prendas de abrigo y alguna que otra bolsa de deportes. ¡Qué sensación tan espantosa! Me sentí mal; estaba como en territorio enemigo, solo y sin protección.
A él lo colocaron en la fila de las ventanas que daba al jardín. Nos miramos y casi de tapadillo, sin hablar, nos dirigimos una leve sonrisa en agradecimiento por haber sufrido, ambos, la ausencia de nuestras familias.
Un mes más tarde nos reunieron después de la cena, a todos los andaluces para darnos la opción de poder marcharnos a seguir nuestros estudios a las Universidades Laborales de Córdoba o Sevilla. Ansio, junto a Giráldez (otro chico cordobés) se fue a su tierra, y yo… en clase empecé a conocer a un chico que llevaba gafas con montura negra de pasta y cristales verdosos; era catalán… un andaluz y un catalán, ¡vaya pareja! Ese chico se llamaba Carlos.
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