
Como en la adolescencia el apetito nunca falta apuntamos como primera causa la mala calidad de la comida. Quien no recuerda con pavor los filetes de ballena, los callos,...que acostumbrábamos a recibir, nada más salir de la cocina, con hábitos propios del western. Pañuelo atado cubriendo boca y nariz. Aquí se masca la tragedia.
Desde luego no era una causa muy romántica ni quijotesca. Pero era una de las que más nos preocupaba y unía. Es más la compartíamos todos. Así que fue aceptada por UNANIMIDAD.
¿Cómo?
El cómo era difícil de discernir. Muchas voces. Muchas opiniones. Muchas negaciones. Hasta que una voz solitaria dijo: ¿Porque no hacemos una huelga de hambre? La forma de expresión era coherente con la causa, así que nos pareció una brillante idea. UNANIMIDAD con excepciones.
Como personas razonables que intentábamos ser decidimos que Miguel, persona extremadamente delgada, quedaba exenta de la huelga por voluntad popular.
En este punto cabe hacer mención homenaje a De la Rosa, autor de esa idea “huelga de hambre”, en quien, posteriormente, se volcarían todas culpas. Pero ese es otro capítulo.
¿Cuándo?
Ya. No podíamos retrasarnos más. Además, debería durar tres días para que la manifestación fuera suficientemente trascendental y significativa. A los veteranos del San Fernando nos quedaría el consuelo de dejar boquiabiertos a los enanos de los otros cursos. Menudo pasmo se iban a llevar. Y los curas..... Suscitaran la sedición pensarían en sus adentros.
De esta manera y con estas intenciones, la decisión firme entre dientes, comunicábamos al resto del curso el irresoluto fallo-sentencia para que fueran preparándose, pues aquel mismo mediodía daríamos muestras de ello haciendo pública nuestra actitud.
Preparativos.
Pero una cosa son las formas y otra los fondos. Y al igual que quien va a iniciar una dieta de adelgazamiento, primero hace un gran ágape de despedida, nosotros recolectamos los bocadillos de la hora del almuerzo vaciándo consecutivamente las cestas situadas el los márgenes del final de la escalera que conducía al patio. Quien se encargaba de su reposición no podía creer aquello. ¡Qué apetito más extraordinario!. ¡Qué sanos que están estos chicos!. Incluso quien no desayunaba nunca cogía dos bocadillos.
A la hora de subir a clase nuestros pudendos bolsillos rebosaban haciendo notorio los paquetes situados entre nuestras caderas. Seguro. Aquellos bultos, entre bocatas y otros, eran proporcionales al valor para ejecutar la huelga prevista.
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