
Cuando aquella larga figura -o corta, porque de todo había- , enlutada desde el alzacuellos al dobladillo del pantalón que asomaba debajo de la sotana, empezaba la "ronda" de noche, salpicada de cordiales avisos primero ¡Gabriel que te calles!, de reprimendas después ¡a la próxima de vas al fondo del pasillo de pie! Y de castigo finalmente ¿Gabriel, media hora de pie en la puerta!, empezaba también la estrategia de lucha contra el sueño y contra el miedo al examen. En los lavabos, entre estertores de las cisternas y el restregar de cerdas puntiagudas de cepillos de nivel duro contra dientes todavía blancos y duros habíamos acordado el modus operandi; alguien tenía que quedarse despierto o despertarse a una determinada hora y tenía que ir llamado por las habitaciones a los que se iban a levantar a estudiar.
Quedaba durante la noche sólo una luz encendida en cada servicio, pero era más que suficiente para repasar las obras de Quevedo o de Lope de Vega; y con este ánimo, envueltos en el albornoz, nos disponíamos a pasar unas horas estudiando sentados sobre una manta, de dos en dos, en el plato de la ducha. ¡Silencio que nos va a oír el cura ¡... ¿quien viene?; porque gran parte de los minutos pasaban entre bromas, ruidos escatológicos contenidos, tentando a la suerte que dormía en la trompa de Eustaquio del cura. ¡Cuidado! Que viene alguien... quién es, mira tu... no tu... es... un compañero que venía a beber agua. Siempre había algún chico que, ajeno a la incontinencia y con la próstata por estrenar, bebía agua por la noche. Al final, bien la broma de algún graciosillo o bien el sueño nos acababa venciendo y regresábamos a la cama ateridos de frío; de ese frío que sólo se siente en la Troposfera que es más o menos donde pasábamos la noche en la octava planta de la Uní. Obviamente, al estar más pendientes de que no se despertase el cura encargado de la planta y de respirar al ralentí, no habíamos estudiado casi nada, no habíamos dormido y.... sólo un milagro nos podía salvar de aquél maldito examen. Y el milagro siempre se lo pedíamos a Santa Formica ya que allí, en la tapa de formica del pupitre, entre las vetas de la mal imitada madera y utilizando un lápiz muy afilado se podían escribir todas las obras, de todos los autores, de todas las épocas, de todo el mundo. Sólo teníamos que acordamos del lugar en que habíamos escrito cada porción de aquella chuleta, ecológica y reciclable en nuestro pupitre sostenible. Vamos a ver: Lope de vega al Noreste, Quevedo en el centro, Tirso de Molina al Noreste de aquel universo abreviado que era nuestro pupitre… ¡Ay…nuestro viejo pupitre!
¿A quién no le puso esta canción alugna vez...?
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