
Todos íbamos, apelotonados, alrededor del autocar igual que unos pollitos asustados se colocan junto a la mamá gallina, buscando nuestras pertenencias y colocándonos en fila para, a la voz del educador, cruzar la carretera que por aquellas horas apenas si tenía tránsito. De vez en cuando se oía el lamento de un compañero quejándose de que alguien lo pisaba o cogían sus cosas:
- ¡Esa maleta es la mía! – otro protestaba.
Con la vista puesta en el edificio que nos iluminaba, nos pusimos en marcha en una fila más o menos ordenada; llegar a la torre fue una empresa ardua y difícil; todo estaba embarrado y había que sortear todo tipo de obstáculos que pudieran acarrearnos un mal susto o una mala caída; a pesar del esfuerzo nadie se libró de un molesto resbalón o el llegar con los zapatos embarrados hasta los cordones. Cuando ganamos el trozo de asfalto que introducía a una gran escalinata nos hicieron detener; todos hacíamos comentarios acerca del frío, pero había que obedecer porque por encima de nuestras cabezas se podía contemplar la imagen de una gran sombra negra, que desde el primer rellano de la escalera, no nos quitaba ojo de encima, como si fuera el Conde Drácula. Vestía una negra sotana, vestimenta habitual en aquella época de los “padres” de la iglesia, que tapaba un grueso abrigo, a juego, y su tirilla blanca que destacaba por encima de la vestimenta negra; su cara era redonda con unos grandes mofletes enrojecidos que terminaban en una afilada y pronunciada barbilla; tenía una gran frente que daba paso a una notable calvicie; todo protegido por una bufanda que le aislaba del frío castellano y unas gafas con una montura que yo nunca había visto, llevaba los cristales sujetos por la parte superior a un plástico negro. En una mano portaba una carpeta, donde guardaba las listas con los nombres de todos los que iban llegando y que él esperaba con entereza rutinaria; en la otra mano se le observaba un objeto extraño para mí y que no pude identificar hasta que no hizo uso de él. Era una campanilla de las que se usan para llamar la atención o la presencia de alguien; como las que tantas veces se escucha durante una misa y que tantas veces escuchamos y sentimos en nuestras propias carnes a lo largo de nuestra presencia en el colegio. Aquella sombra se llamaría “el gran dictador”, y por desgracia para todos, sería nuestro mayor problema.
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