Tan absorto iba con mis recuerdos que ni siquiera me fijé en el chaval que iba sentado a mi lado. No sé si era rubio o moreno, alto o pequeño, gordo o delgado... mi única actividad durante el viaje fue contemplar el paisaje que pasaba ante mi y que se parecía a aquel que me arrebataron y que tanto iba a echar en falta. La noche nos envolvió y el cansancio se apoderó de nosotros. Entre cabezada y cabezada, los kilómetros eran devorados por el autocar. Apenas sin darnos cuenta y sintiendo en nuestros huesos el frío de la meseta castellana llegamos a Zamora. El instructor, educador, vigilante, celador, no sé como había de llamarlo, que venía con nosotros nos fue despertando para que viéramos donde iban a transcurrir “los mejores años de nuestras vidas”. No había amanecido todavía cuando entrábamos por el viejo puente de hierro sobre el río Duero, que daba paso a los arrabales zamoranos de la carretera que iba a Salamanca; casualmente, unas horas después habíamos dejado otro puente de hierro a la salida de Sevilla, muy parecido, y, entonces, el corazón me dio un pequeño vuelco, como si hubiésemos vuelto otra vez a la ciudad que nos vio salir al atardecer.
La vieja ciudad de Zamora estaba iluminada por viejas farolas y su aspecto tenía sabor a pueblo grande; las calles estaban aún desiertas y la travesía por la ciudad fue rápida. Saliendo del puente subimos una pequeña cuestecilla que daba a una gran avenida que tomándola a la derecha nos conducía inevitablemente a nuestro destino.
Casi por arte de magia, apareció ante nuestros dormidos ojos una gran mole iluminada en forma de T invertida. Se podía contemplar desde casi todas partes; su altura era inmensa para lo que todos estábamos acostumbrados a ver; más que un colegio parecía un gran hospital, pero no era así, ya que el verdadero hospital estaba justo antes, con su forma casi medieval por la forma de sus tejados
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