Todo empezó en la víspera...
Los colegios ya habían empezado. Mis paisanos que estudiaban en Granada ya se habían incorporado a sus respectivos centros. Entonces, los más recelosos principiaron a correr la voz de que la “beca” era un camelo. Había en el ambiente un “cachondeíto”;
- ¿Cuándo te vas a estudiar?
Menudo interés había por que yo me fuera a estudiar. ¡Preocuparos de vuestras vidas y de cómo salir de vuestras trampas, y a mí dejadme en paz, que yo no hago a nadie daño! A mí todo eso me resbalaba y yo continuaba tan a gusto disfrutando de los últimos coletazos del verano.
Tanto insistieron que llegó el momento menos deseado por mí. Llegué a casa tarde, como de costumbre, feliz, sucio y harto de haber pisoteado media vega, jugando a ser lo que más me hubiera apetecido: un pirata, un indio, un espadachín de la época gloriosa de la España imperial, un explorador de las tierras vírgenes de África, en fin, todos los héroes que conocíamos cada fin de semana en cualquiera de los dos cines del pueblo, que entusiasmaban las mentes de las gentes de los contornos.
Había en el ambiente un no sé qué anormal; noté que algo se barruntaba; era raro que no estuviera la tele encendida: Todos me miraban con cariño, pero era un cariño triste, no alegre. Mi madre esa noche se mostró más tierna que otras veces que siempre me interrogaba sobre mi tardanza. Mi padre me reveló que la esperada noticia de mi partida había llegado en forma de carta. La famosa notificación de mi incorporación a mi nueva “escuela” era ya un hecho; ya no habría más incrédulos que con una sonrisa socarrona me preguntaran que cuando iba a ser mi partida; ya se había fijado el día y la hora y no habría derecho a ninguna apelación; ni que fuera una ejecución de esas que se ven en las películas americanas y que al reo le dan como último deseo una gran cena. En ese momento a mi me dieron la cena, ya que no sé porqué se me quitaron las ganas de comer y eso que venía con un gran apetito por mi desgaste de toda la tarde corriendo cerro arriba, cerro abajo. La cara es el espejo del alma y pude descubrirlo cuando vi la que tenían mi madre, mi abuela y mi padre. Años después alguien hubiera dicho en esa misma situación “la suerte está echada”.
Él, con más ilusión que ganas y con el escrito en la mano empezó a leerlo y yo sin querer oír palabra, no veía más que moverse los labios temblorosos de mi padre que con los ojos brillantes, a punto de derramar su contenido, leía o releía, no sé cuantas veces lo hizo desde que le entregaron el sobrecito con matasellos de Zamora, hasta que de pronto su voz clara y límpida se estampó en mis tímpanos:
- “El dos de noviembre tienes que estar en Sevilla”. Mañana hablaremos…
¡Quién me iba a mí a decir...!
No hay comentarios:
Publicar un comentario