Cuentos de septiembre
DE CUANDO ERA IMPOSIBLE PASAR DESAPERCIBIDO.
Lunes, 10,04…comenzaba la clase. Rumor de fondo…..tapas de pupitre cerrándose para ocultar nuestras fuentes de la sabiduría, aquellos inabarcables manuales de bachillerato…silencio espontáneo….progresivo…roto por una tos nerviosa, alérgica a lo que se avecinaba, de alguno de nosotros. La pizarra quedaba huérfana de miradas, fijas ahora en la tapa del pupitre, esperando…el temido ¡vamos a ver!...ummm….; y es que el profesor de turno, que en los primeros años era con bastante probabilidad un cura, había tomado la plantilla de la clase, el mapa topográfico de nuestro territorio, 1:50.000, delimitado al sur por unas ortopédicas estanterías donde reposaban las bolsas de gimnasia y, debajo, una hilera de perchas para colocar la ropa de abrigo con la que salir camuflados al recreo y para esquivar el frío.
Al oeste, dos grandes ventanas capaces de encoger con el paso de los años y al este una enorme ventana de control, ventana de indiscretas miradas, luz a nuestra derecha, para evitar mirar al Norte y esquivar el vértigo de aquella enorme pizarra; agujero negro de nuestros escasos conocimientos y laberinto para todas nuestras dudas.
En ese momento el tiempo quedaba detenido… los segundos eran interminables hasta que el dedo se posaba sobre una de las fotos de la plantilla de control que luego supimos se llamaba orla. Vamos a ver… Calderón salga a la pizarra y escriba si x es igual al cuadrado de la suma de y-x ¿cuál es el valor de z, si éste es una octava parte de Y ….¿….? …¡mande!.... Pero lo malo no era escribir o pesar casi levitando en la tarima, con el tiempo suspendido, o casi; lo malo era tener que dar la espalda al mundo, perder el control de lo que pasaba detrás; el miedo a deslizar una falta de ortografía, a cuánto se estarán riendo de mi. Un temor infundado –porque la mayor parte sufríamos del mismo vértigo al escenario, pero inevitable, porque era rutina diaria en el comienzo de las clases, en todas las horas en una ciudad tan conocida entonces como casi desconocida ahora; porque… si revisamos el álbum de nuestros años internados comprobaremos que casi no disponemos de fotos de su interior ni de nosotros en su interior.
El lugar de la foto era el patio, y la composición era casi invariable: ora alineados, pareados, o adosados, ora desordenados, amontonados superpuestos o apilados, pero casi nunca aislados… porque el grupo era nuestro asidero, una suerte de alienación para evitar sentirnos solos, una forma de vivir alternativa al aislamiento de las interminables horas de “estudio” dispuestas entre recreos en los que, quien permanecía solo, o estaba repasando o estaba deprimido o ambas cosas al tiempo; en aquel tiempo de soledades acompañadas, adosadas, alineadas, pareadas, desordenadas…No hay fotos del interior porque ¡Ay! aquellas viejas cámaras sin flash, no daban más de sí y además, prohibidas a diario, no dejaron casi constancia de nuestro paso por aquel laberinto de racionalismo arquitectónico extremo; unidad de habitación, máquina para vivir en orden, funcionalismo de maqueta, para vidas de maqueta.
Un espacio dibujado ahora por cada uno, en sus recuerdos, en blanco y negro, como territorio único, de veredas en mil formas percibidas, en las mil ciudades vivas en aquella ciudad vertical que sobrecogía nuestro ánimo cuando, percibida a lo lejos, tras las gastadas cortinas del autocar, roja acristalada, confundía nuestro ánimo. Y nos hacía dudar entre las ganas por llegar y ver el progreso de la incipiente barba de los amigos y las ganas de volver a los brazos de quienes habíamos dejado en un andén, probablemente llorando, confinados en que tres meses pasarían en un suspiro.
Basilio Calderón Calderón
Valladolid, Septiembre 2010
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