Todas las mañanas, cuando se levantaba, lo primero que hacía era abrir el blog a ver si alguno de sus amigos habían dejado prueba alguna de su vivir cotidiano. Eran ya demasiadas las mañanas en que debía cerrarlo sin encontrar resquicio a la esperanza de que quizá pronto alguien se sentiría impulsado a comunicar alguna vivencia próxima sin tener que esperar a que la alegría o la desgracia marcara a los inquilinos del mismo. Eran muchas las noches en que se tenía que acostar sin saber nada de sus amigos; eran tales los deseos de encontrarse con alguna palabra que le acompañara en el deambular vital, que se acostaba con una ingrata sensación de soledad. No era nueva aquella vivencia. Ya había experimentado algo similar en el pasado. Le venía a la mente aquellos años de internado en los que, si algún día el cura no le nombraba a la hora de la entrega del correo, pues esperaba carta diariamente de su querida Pilar, se sentía el ser más olvidado y solitario del universo, a pesar de que sabía (como ahora también sabía) que los que se escondían tras el silencio eran sus seres queridos. También recordaba los años de universidad, cuando, al volver de clase, abría la puerta de la residencia y sus ojos se dirigían, como respondiendo a una fuerza invisible que no podía esquivar, hacia el casillero que le habían asignado y que se encontraba situado a la entrada, y en el que le dejaban las cartas que recibía. Si sucedía que un día más estaba vacío, subía las escaleras que conducían a su habitación con una desazón en el corazón que sólo la llegada de la esperada y deseada carta mitigaba días después.
Continuará... José Retortillo
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