
Recuerdo las primaveras castellanas; el estallido de la vida por todos los rincones, especialmente en el patio, en los campos de fútbol, en los que competíamos con los inmensos cráteres de hormigas que afloraban por doquier. Y aquel olor áspero y penetrante de la arcilla reseca cuarteándose; y los pámpanos de la avenida que conducía al edificio de la Vieja Universidad Laboral donde tras el paseo dominical de dos horas por la ciudad, en filas de dos en fondo, cantábamos el “grave en el aula, duro en el yunque” antes de pasar a una tediosa ceremonia de “exposición del Santísimo” que procedía a aquellos instantes de galletas de coco y mejillón ensartado en palillo que “marcaba” nivel social dentro del enorme grupo, ya que el consumo en el bar no estaba al alcance de todos; y al final el “cine”. Dos horas al Oeste del mundo; del confortable pero limitado mundo en el que nos sumían los padres salesianos.
Y recuerdo también los meses de mayo, cuando cada clase compraba una imagen de la virgen María Auxiliadora, que supongo abrumaríamos con rezos,cánticos y aquellos largos rosarios de la tarde de los sábados que precedían a la ducha semanal y al comienzo del único momento de ocio de la semana. Al final de mes aquella imagen pasaba a engrosar las pertenencias de alguno de los chicos más aplicados del curso, entre los que la mayoría nunca estábamos. Y largas horas de estudio, silenciosas, interminables, imposibles; y al final y por hablar… “Calderón, al rincón y Gabriel vete con él” como muestra de que era muy fácil vivir en el filo de aquel talonario de 100 puntos que, aun siendo poco conflictivo, era fácil ver deshojar; bastaba un cuchicheo con el compañero de litera, alzando la voz por encima de aquellas historias de santos, mártires, huérfanos y desgraciados varios que nos retransmitían por la megafonía de la planta y que ciertamente alienaban y confortaban, ya que era más fácil llorar por las desgracias de los otros, lo que quizá tendríamos que llorar por nuestra propia situación: un miedo paralizante a resultar aludido, a ser sancionado, a ser llamado al orden,… a perder aquella beca que nos habían asegurado era nuestro único asidero para el futuro.
Y había que competir; había que competir con las limitaciones personales en rendimiento académico y con todos los demás, bondad para poder sobrevivir. Un año perdí 10 puntos porque un cura diminuto al que llamábamos “fray milímetro” me arrancó 8 de una sola vez. Supongo que me asustaría, pleno de desdicha, por verme próximo a la “nevera” que ya por aquel entonces visitaba el compañero Varela antes de que, tras un incidente en el patio, otro cura, supongo que Don Félix, le arrancara los dos últimos puntos que ponían su vida rumbo a la casa paterna… aquel lugar, libre de la tiranía de los horarios y rutinas, pero también lejano y ajeno que visitábamos en las vacaciones.
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